Era invierno
Era invierno. Quizás las 4 o 5 de la mañana. Me desperté escuchando voces y movimientos en casa. Pasos. Salí de mi cuarto. Mamá metía ropa en un bolso. Tres militares recorrían el apartamento. Papá miraba. El jefe golpeó con el fusil algunas paredes. Por si estaban huecas y escondían algo. Yo estaba leyendo un libro en francés de Émile Zola. Me lo había prestado Doris, mi gran amiga. Le dije al jefe que no se lo llevara porque no era mío. No sé si se lo quería llevar. No respondió. Hoy sé quién es. Un coronel. Fue condenado en Argentina, a 25 años de prisión por privación de libertad a detenidos desaparecidos. Participó en el Plan Cóndor. Pero aquella noche, yo no sabía todo esto, todo lo que pasó después.
Se llevaron a mamá. No nos dijeron adónde.
Marcelo se despertó llorando. Lo abracé.
A las 7 de la mañana fui a la casa de la amiga más amiga de mamá. Le conté. Pensamos que podía hacer algo. Papá quedó en casa. Como no sabía todo lo que iba a pasar después, no tuve mucho miedo.
No recuerdo cuánto tiempo pasó hasta que supimos dónde estaba mamá. Olvidé contar que, también, esa misma madrugada, se llevaron el auto.
Un día pudimos ir a visitarla a un cuartel. No recuerdo si era el noveno de caballería o el quinto de artillería. No lo voy a poner con mayúsculas, aunque corresponda.
La visita fue corta. Mamá y papá conversaron mucho. Yo esperaba mimos. Supongo que Marcelo también. Pero había que pulir las declaraciones. De eso hablaban mis padres. Mis abuelos contrataron un excelente abogado. Recuerdo el nombre. Dijo que las declaraciones de mamá eran excelentes. Ella las pensaba y ensayaba. Y era muy inteligente. Una médica no puede dejar de atender a un herido.
Las visitas se hicieron más frecuentes. Y cada semana se podían enviar cartas y comida. Las cartas las tengo guardadas. Pude volver a leer dos o tres.
Por alguna razón, papá dejó de ir a las visitas. Íbamos Marcelo y yo. Conocimos varios cuarteles y el Penal de Punta de Rieles.
Mi abuela, para el paquete de comida de los viernes, hacía pascualina. Le mandábamos otras cosas, pero la pascualina no faltaba.
Un día, dos o tres meses después, setiembre u octubre, tocaron el timbre. Yo estaba sola. Un señor, vestido de particular, me dijo que venían a devolver el auto. Y que bajara con él para verificar que no faltase nada. Yo tenía 15 años, no manejaba. Pero miré el auto y le dije que no faltaba nada. Me dio las llaves y se fue. No recuerdo si me hizo firmar algo.
La acusación era que mis padres prestaban el auto a los tupamaros para trasladarse y realizar sus acciones. Unas horas después, lo dejaban en el mismo lugar. Si no aparecía, el acuerdo era que mis padres debían hacer la denuncia.
Una vez, un hombre joven, con manchas de sangre, se acostó en mi cama. Luego se fue. No recuerdo más. Supongo que era un herido.
Estoy pensando ahora que mis abuelos no iban a las visitas. Seguramente para que vayamos siempre mi hermano y yo.
Siete meses después, era febrero. Sentí la puerta. Era mamá que regresaba.
Me olvidé de algo. Mamá me pidió, un día que fui a visitarla a uno de los cuarteles, que le pidiera una entrevista al capitán jefe del cuartel y que le dijera que quería ir a visitarla para el día de Reyes. Todos los familiares estaban haciendo lo mismo. Así que fui. Hablé con el capitán. Me escuchó, no dijo mucho. No hubo visita el 6 de enero.