Barracas
Cuando viví en Buenos Aires, a los 5 años, fui muy feliz. Con mis padres pasamos un año allí porque le habían dado una beca de estudio a papá.
Vivía en la casa de una prima hermana de mamá, Elsa, casada con Abelardo. Tenían una hija: Estelita. La casa estaba en el barrio Barracas, un barrio de clase media humilde.
La casa era antigua, con un patio abierto que era el centro de la casa. Cada habitación tenía una puerta que daba al patio, incluso la cocina y el baño. Y las habitaciones se comunicaban entre sí también a través de puertas.
El patio estaba repleto de plantas y enredaderas. No recuerdo bien si arriba había o no una parra. Pero sí recuerdo grandes macetas rojas cubiertas de plantas.
Mis padres y yo ocupábamos una de las piezas. Otra era para la familia de Elsa. Otra habitación hacía de living. En otra había un pequeño piano que usaba Estelita. No recuerdo a mamá tocándolo. Y luego, hacia el frente de la casa, había una habitación enorme y cerrada a la que se le llamaba el negocio, porque había sido un comercio. A veces, con Estelita, jugábamos allí.
Las habitaciones eran grandes, de techos muy altos, frías en invierno. Yo dormía en un catre.
Pero había otra cosa en esa casa, que creo que la hizo especial para mí. Saliendo por la puerta principal, no llegabas a la calle, sino a un corredor. Ese corredor, hacia un lado, llevaba hacia afuera y hacia el otro llevaba al fondo. El fondo era el secreto de mi alegría. Porque en el fondo distintas familias alquilaban habitaciones que daban todas a un gran patio. Y en una de esas habitaciones, vivía Jorgito, mi querido amigo. Así que, cuando me despertaba o llegaba del jardín, me iba al fondo a jugar con él. También Jorgito venía a lo de Elsa, pero era más frecuente que yo fuese a su casa, a ese lugar lleno de gente que lavaba y cocinaba en el patio común. A esa edad, creo que pensaba que todos los que vivían en el fondo eran integrantes de una misma familia. La enorme familia de Jorgito. Recién más tarde, cuando fui más grande, me di cuenta que eran distintas familias que alquilaban piezas.
Si bien jugaba con Estelita, no siempre me resultaba grato estar con ella. Una vez se le rompió una muñeca. Todos me acusaron a mí y esperaban que lo confesara. Pero no lo confesé porque no había sido yo. Estelita era mayor que yo, tres o cuatro años. Y los padres la consentían demasiado. Al menos, eso me parece hoy. Me da mucha alegría saber, por ella, ahora veterana como yo, que Jorgito es un hombre que está bien, que lleva una vida normal. Ojalá haya sido y sea feliz. Mi gran amigo.
En Buenos Aires, iba al Colegio Cisneros. Me encantaba. Creo que iba de mañana o quizá de mañana y parte de la tarde. Llegábamos y lo primero que hacíamos era ubicarnos en el patio, cantar el himno argentino e izar la bandera. Todos los días. Un patriotismo llamativo pensado desde mi hoy. Actualmente, muchas radios argentinas, al finalizar el día, a las 12 de la noche, pasan el himno.
Recuerdo las comidas de media mañana o almuerzo en el colegio. Cuando había sandwiches calientes, los abríamos para ver cómo la muzzarela formaba hilos bailantes. Y nos reíamos. Como hoy Indi en el encuentro con abuelos.
También iba a un colegio de música y aprendía a tocar el triángulo. Me resultaba un poco aburrido. No le veía la gracia al triángulo. Colegium Musicum.
Iba mucho a jugar a la plaza del barrio. Me gustaba. Era chiquita pero llena de niños de la zona.
Y también íbamos de visita a Castelar, ciudad que queda al oeste del Gran Buenos Aires y que forma parte de la Provincia de Buenos Aires, a unos 30 kilómetros de la capital. Allí vivía otro primo hermano de mamá, Horacio, hermano de Elsa. Horacio estaba casado con Aída y tenían un hijo: Luisito. Castelar parecía una ciudad de balneario, con casas enjardinadas. Así era la casa de Horacio y Aída. Pasaba muy bien allí. Aída cocinaba delicioso. La historia de esta familia no terminó bien, pero prefiero no contarlo acá.
Me enfermaba mucho, dos por tres tenía fiebre. Así que, con el consejo del Dr. Garraham (ahora hay una clínica con su nombre), mis padres decidieron que me operase de oído, nariz y garganta. Hasta de eso tengo un buen recuerdo. Cuando me desperté de la anestesia, lo único que podía comer era helado de crema.
Mamá quedó embarazada de Marcelo en Buenos Aires. Apenas recuerdo su panza. Llevaba un salto de cama rosado, estaba sentada y ahí vi la panza. Pero no tengo otros recuerdos del embarazo. Sí del día en que me llevaron a visitar a mamá y a mi recién nacido hermanito Marcelo. Entré a la habitación, vi a mamá, no recuerdo si también vi al bebé y luego salí a recorrer el sanatorio. La cosa es que me perdí por los corredores y entré a la habitación de otra señora.
Marcelo lloraba toda la noche. Capaz que mi memoria me traiciona, porque siempre la memoria traiciona. Es mentirosa, a veces, y certera, otras. Eo, eo, eo, eo. Yo sentía el llanto y los eo, eo, eo. Hoy, con tres nietas, me doy cuenta que los bebes hacen ese sonido eo, eo. Mamá no tenía leche suficiente, creo que le sangraban los pezones. Y por eso Marcelo lloraba. Así que supongo que pasaron a darle mamadera. Marcelo nació un 8 de noviembre.
El 11 de diciembre, el día de mi cumple, estaba bañándome en lo de Elsa y mamá me acompañaba. De repente le pregunté si los Reyes Magos existían. Qué desilusión.
El año se terminaba. Y se empezó a hablar de volver.
Yo no quería irme de Buenos Aires. Quería quedarme a vivir allí, seguir yendo al colegio Cisneros, jugar con Jorgito, visitar Castelar.
En el avión de regreso, me puse a hablar sola. Mis padres me preguntaron con quién hablaba. Les respondí que hablaba con Dios para que el avión no se cayera.
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